Queridos lectores radiales:
Recién estrenado éste hermoso tiempo de la espera transformadora; vaya éste mensaje para los jóvenes y los "no tan" .
Afectuosamente... Juan José
DESPOJANDO - SÉ
En estos días, muchos jóvenes egresan del secundario. Algunos ya con una orientación elegida la cual, el tiempo dirá si es la correcta o no; otros en un mar de dudas, y muchos seguramente sin posibilidades de enriquecerse con un estudio terciario o superior. Sea como fuese en éste diciembre terminan una etapa. Y bueno será que lo asuman en plenitud: abandonando con donaire la adolescencia que se termina; y buscando afirmarse en el mundo adulto, sin perder frescura. Y crecer implica ausentarse (en muchos casos) de la calidez del nido; alejándose parcial o totalmente del entorno cotidiano, y despojándose como nos comenta Mamerto Menapace, invitándonos a compartir una narración gauchesca que “viene a cuento” para la ocasión…
No habrá tenido mucho el hombre. Pero lo que tenía era muy suyo. Sobre todo, porque de tanto llevarlo encima había terminado por sentir indispensables todas esas realidades: sus botas, su poncho, sus ropas, su chambergo y su facón.
¡Habían compartido tantas cosas! juntos; que había terminado por encariñarse con todo eso Más que cosas suyas, las sentía como parte de sí mismo. Como realidades de su misma historia. Al sentir consigo todas esas realidades, se sentía viviendo una historia con continuidad: historia con pasado. Y todo hombre que está en camino siente la tentación del pasado. Tentación que se concreta en el poseer, en el no dejar.
Al llegar a la orilla de ese río, la opción le resultó dura. Esa realidad del río que atravesaba como un tajo su camino le exigía una decisión dolorosa. No es que no quisiera atravesarlo; ¡si para eso se había puesto en camino! Lo duro no estaba en vadearlo, sino en que para vadearlo debía tomar una actitud nueva frente a todas sus cosas viejas frente a todo lo que era suyo; frente a todo lo que se le había adherido.
Toda bicho exigido a dejar el pellejo, busca arrinconarse. Lo busca hasta el gusano que quiere ser mariposa. Para poder crecer hasta el “volido”, necesita aceptar el retiro del capullo. La rosa y el gusano lo hacen por instinto; al cristiano, por ser hombre, le toca decidirlo.
Al llegar a la orilla del río, nuestro hombre se acurrucó en silencio. Antes de despojarse por afuera necesitaba unificarse por dentro. Necesitaba mirar la correntada, dejar que ella le entrara por los ojos y se le fuera corazón adentro. Necesitaba que el corazón pasase primero, para poder seguirlo luego su cuerpo. En esa actitud se le fue la tarde, y la noche le cayó encima con todo su misterio. Y en esa actitud lo pilló el lucero. Fue entonces recién cuando dijo: “sí”. Un sí que lo venía arreando desde lejos.
Despacio se puso de pie, se quitó el poncho y lo tendió en el suelo. Se sacó las botas y las colocó en el centro. Luego el facón, el pañuelo, la faja y el chambergo. A cada pilcha que entregaba, el hombre se iba empobreciendo. Los grandes momentos de la vida no necesitan dramatismo. El drama es el escenario ficticio que necesitan ciertos acontecimientos cuando carecen del suficiente espesor para impactamos por sí mismos. O cuando no han sido aceptados por la rumia y nos resultan indigestos.
Por eso el hombre, sin broma ni drama, ató las cuatro puntas del poncho que contenía todo lo suyo. Lo boleó tres veces como un lazo para darle impulso y lo tiró por encima de la correntada para que fuera a caer a la otra orilla. De este modo colocaba lo suyo allí donde él mismo debía llegar. Hacía que lo suyo se le adelantara para esperarlo en la meta.
Y allí quedó él, en la orilla de acá, liberado de todo para poder vadear mejor ese río y urgido para poder reencontrarse con todo lo suyo, que lo había precedido. Porque era un hombre que amaba profundamente lo suyo.
Juan José de la Fuente
DESPOJANDO - SÉ
En estos días, muchos jóvenes egresan del secundario. Algunos ya con una orientación elegida la cual, el tiempo dirá si es la correcta o no; otros en un mar de dudas, y muchos seguramente sin posibilidades de enriquecerse con un estudio terciario o superior. Sea como fuese en éste diciembre terminan una etapa. Y bueno será que lo asuman en plenitud: abandonando con donaire la adolescencia que se termina; y buscando afirmarse en el mundo adulto, sin perder frescura. Y crecer implica ausentarse (en muchos casos) de la calidez del nido; alejándose parcial o totalmente del entorno cotidiano, y despojándose
No habrá tenido mucho el hombre. Pero lo que tenía era muy suyo. Sobre todo, porque de tanto llevarlo encima había terminado por sentir indispensables todas esas realidades: sus botas, su poncho, sus ropas, su chambergo y su facón.
¡Habían compartido tantas cosas! juntos; que había terminado por encariñarse con todo eso Más que cosas suyas, las sentía como parte de sí mismo. Como realidades de su misma historia. Al sentir consigo todas esas realidades, se sentía viviendo una historia con continuidad: historia con pasado. Y todo hombre que está en camino siente la tentación del pasado. Tentación que se concreta en el poseer, en el no dejar.
Al llegar a la orilla de ese río, la opción le resultó dura. Esa realidad del río que atravesaba como un tajo su camino le exigía una decisión dolorosa. No es que no quisiera atravesarlo; ¡si para eso se había puesto en camino! Lo duro no estaba en vadearlo, sino en que para vadearlo debía tomar una actitud nueva frente a todas sus cosas viejas frente a todo lo que era suyo; frente a todo lo que se le había adherido.
Toda bicho exigido a dejar el pellejo, busca arrinconarse. Lo busca hasta el gusano que quiere ser mariposa. Para poder crecer hasta el “volido”, necesita aceptar el retiro del capullo. La rosa y el gusano lo hacen por instinto; al cristiano, por ser hombre, le toca decidirlo.
Al llegar a la orilla del río, nuestro hombre se acurrucó en silencio. Antes de despojarse por afuera necesitaba unificarse por dentro. Necesitaba mirar la correntada, dejar que ella le entrara por los ojos y se le fuera corazón adentro. Necesitaba que el corazón pasase primero, para poder seguirlo luego su cuerpo. En esa actitud se le fue la tarde, y la noche le cayó encima con todo su misterio. Y en esa actitud lo pilló el lucero. Fue entonces recién cuando dijo: “sí”. Un sí que lo venía arreando desde lejos.
Despacio se puso de pie, se quitó el poncho y lo tendió en el suelo. Se sacó las botas y las colocó en el centro. Luego el facón, el pañuelo, la faja y el chambergo. A cada pilcha que entregaba, el hombre se iba empobreciendo. Los grandes momentos de la vida no necesitan dramatismo. El drama es el escenario ficticio que necesitan ciertos acontecimientos cuando carecen del suficiente espesor para impactamos por sí mismos. O cuando no han sido aceptados por la rumia y nos resultan indigestos.
Por eso el hombre, sin broma ni drama, ató las cuatro puntas del poncho que contenía todo lo suyo. Lo boleó tres veces como un lazo para darle impulso y lo tiró por encima de la correntada para que fuera a caer a la otra orilla. De este modo colocaba lo suyo allí donde él mismo debía llegar. Hacía que lo suyo se le adelantara para esperarlo en la meta.
Y allí quedó él, en la orilla de acá, liberado de todo para poder vadear mejor ese río y urgido para poder reencontrarse con todo lo suyo, que lo había precedido. Porque era un hombre que amaba profundamente lo suyo.
Juan José de la Fuente
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